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El libro más increíble que he leído

 No es difícil que un libro me parezca el libro más increíble que he leído porque en mi vida tampoco he leído mucho. Hay veces, obviamente, en las que esta afirmación no se cumple. También hay decepciones o directamente lectura más ligera (que no tienen por qué ser la misma cosa) a la que tampoco hace falta pedirle ni un contenido ni un estilo a la altura de nada. No hace falta que un libro vaya sobre nada (mismamente «Nada», de Carmen Laforet, me pareció grandioso en su día y me abrió la mente sobre ciertos aspectos literarios) para que sea increíble, pero en este caso hablo de uno que sí que va de cosas y del cual estoy disfrutando cada coma. Llevo a lo mejor medio año (o más) leyéndolo porque hace varios años que no leo prácticamente nada, pero me he reconciliado con la lectura y eso basta. Me alegra ser capaz de seguir leyendo, aunque sea a un ritmo tan lento que hasta Plutón tarda menos en dar una vuelta alrededor del Sol. 

Escribiendo sobre escribir (una vez más)

Llevo un tiempo (muy largo) desquiciada con la idea de escribir, pero no escribo. De terminar de una vez por todas una especie de novela corta (muy corta) que empecé en 2015 (ya está bien), pero la empecé a escribir a modo de terapia de muchas cosas que viví en los años previos y ahora me siento tan alejada de eso que no sé cómo continuar sin sentirlo totalmente falso. Tampoco contemplo la idea de hacer borrón y cuenta nueva, empezarla de cero, porque entonces no la escribiría, pero realmente la quiero terminar. Mi problema principal es que nunca sé cómo acabar una historia porque no la planifico. Empiezo con un principio muy claro, revelador, un desarrollo interesante ¿y luego? La nada. Me atasco. Hay escenas que sé que quiero contar, solo tengo que encontrar el modo de llegar hasta ellas, pero el final no está claro. Valoré varios en su día. No llegué a ninguna conclusión. Hay un trozo que no sé si quitarlo porque es horrible (no porque esté mal escrito, sino por lo que narra), pero

Treading on blood and bone

Está bien porque hay dolores que ya no duelen como antes. Está bien, digo, porque eso quiere decir, supongo, que algo ha cambiado ¿a mejor? Ayer me permití ponerme nostálgica y recorrí partes de mi pasado que aunque las siento muy cerca, sucedieron hace mucho. Personas de las que recuerdo pinceladas, que me jodieron la vida y que al mismo tiempo contribuyeron, de alguna forma, a que yo sea como soy ahora. Siempre nos olvidamos de la voz de los demás, de su risa, de su olor, pero lo que permanecen son los sentimientos que nos provocaron, más buenos que malos porque el cerebro se encarga de borrar el dolor después de haberte acribillado con él en bucle durante eones. Pero ya no duele como antes. ¿Quizá directamente no duele? No, sí que lo hace. Porque en la nostalgia siempre hay una punzada de dolor, ahí, bajo el esternón, clavada de manera eterna y que solo se va cuando realmente te olvidas de las cosas.

Yo qué sé

No tengo ni idea de nada, así en general, y me da rabia, pero al mismo tiempo sé que esto que digo es mentira. Pensaba que iba a acabar el año sin haber escrito nada aquí. Iba a decir «sin pasarme por aquí», pero tengo la enfermiza costumbre de venir a verme y abrirme todas las heridas de vez en cuando. También podemos llamarlo «egolatría» o qué sé yo. Me gusta leerme. Me gusta rebozarme en la mierda. Sentirme fatal. Yo qué sé. Al final uno no cambia nunca y al mismo tiempo no deja de cambiar. Hoy he llorado leyendo la historia real de una chica a la que le hicieron un trasplante de pulmones. Nunca leo esas cosas. No me gustan ese tipo de relatos, pero lo que menos me gusta es la reacción de la gente al respecto. Pero hoy estoy sensible. Han pasado cosas (nunca dejan de pasar cosas) y hoy estaba y estoy sensible, así que he llorado y supongo que también he aprovechado para llorar por otras cosas. Me alegra haber recuperado la capacidad de llorar, aunque tampoco lo haga como antes, pero

El colorcillo de las fotos de los 90

Aspiro a ser una versión de mí misma que no he podido ser nunca. Porque no nací antes de 1994 y tengo dolores de cabeza desde hace demasiados años. Nunca he sabido hablar de mí sin desear echarme a llorar o sin reír mientras cuento atrocidades. Supongo que eso me hace ser quien soy, junto con otras muchas cosas. Solo por no haber vivido épocas pasadas, por no haber inundado al mundo con mi llanto todavía, y que únicamente parecen mejores aderezadas con un buen pellizco de nostalgia, solo por eso, no debes pensar que este no es tu sitio. Porque a pesar de todo lo que puede tacharse como desdeñable, esta es la mejor época en la que podrías haber nacido.

Todos los días lo mismo

Extiendo la hora de acostarme como si fuera un chicle que se me ha quedado atrapado entre los dedos. Tengo que tener cuidado de que no se me pegue en el pelo porque eso ya me pasó de pequeña y me lo tuvieron que cortar. Los rizos no se llevan bien con esa sustancia mentolada y pegajosa y mi madre tampoco lo hizo. Yo es que no encuentro las tijeras y solo en mi habitación tengo como tres, pero si entro ahí sé que me tumbaré para siempre, aunque lo de dormir no va ligado a permanecer en horizontal. Ojalá fuera tan fácil como cerrar los ojos y desenchufar el cerebro. Por eso me dan envidia las máquinas. Tampoco tienen que comer ni ir al baño. ¿Por qué tuve que hacer en forma de ser humano? Yo solo quiero ser una pared a la que un día destruyan a mazazos y que no sienta nada cuando lo hagan.

«A veces, después de haber estado escarbando para encontrar la verdad, tengo ganas de volver a enterrarla»

Me gusta mucho el verbo «escarbar» en esa frase, es como que se lleva toda la atención de lo que dices y te produce un sentimiento extraño, como de incomodidad y al mismo tiempo, reconforta porque escarbar para encontrar la verdad implica hundir las manos en la tierra hasta toparse con las raíces de un árbol que creíamos enterrado, pero no confundamos «enterrado» con «muerto». Y no todas las raíces deben ser desenterradas porque si están ancladas al suelo, es por algo.