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Mostrando entradas de agosto, 2012

Sabor veraniego

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Sí, bueno, más que sabor es la presencia del verano. Un verano que se está acabando de una manera terriblemente precipitada y sin consultar a nadie. Llevo en el mismo sitio de vacaciones desde finales de junio y dentro de nada, el treinta y uno de agosto, vuelvo por fin a mi casa. Y no digo que aquí no me sienta como si estuviera en casa (porque no lo hago, me siento mejor, mucho mejor), ya que llevo viniendo aquí los dieciocho años de mi existencia, pero añado un "por fin" porque todo esto me aburre. Mucho. La desidia me corroe por dentro. Pero ayer y hoy, sin embargo, he tenido unos momentos de agobio y de estrés que me han sacado de quicio. Entonces, me han hecho preguntarme si de verdad hay una parte de mí que quiere "volver" a la rutina o no. Un "volver" entre comillas porque esa rutina a la que supuestamente voy a regresar no la he llevado nunca a cabo, es totalmente nueva para mí y me asusta. Me asusta mucho. Tengo muchos miedos, sí, pero e

Quiéreme bajo un manzano

–Aquella tarde el cielo estaba nublado, muy nublado, y nosotros no teníamos paraguas, ¿sabes? –acompañó esa frase de una leve risa que acabó en tos. Carraspeó y antes de proseguir con la historia se subió las gafas por el puente de la nariz hasta colocarlas de nuevo en su sitio–. No me río porque me haga gracia el hecho de que no tuviéramos con qué protegernos si se ponía a diluviar de repente, sino porque recuerdo todo aquello de una manera feliz, por extraño que parezca. »Nos habíamos perdido en el bosque y ya estaba anocheciendo. Ella me cogió las manos y yo la abracé. De repente, me cayeron unas cuantas gotas encima, por lo que levanté la mirada hacia el cielo, pero no era allí donde llovía, sino en sus ojos. Me sabía mal que estuviera llorando, pero de alguna manera así se liberaría de toda la tristeza que le consumía en aquellos momentos y lo único que podía hacer yo era abrazarla. »“¿No estás feliz porque estemos aquí los dos juntos?”, le dije evitando mirar directamen

La faim

—No tengo hambre. Tras decir aquello, su mano descendió demasiado brusca, haciendo que la cuchara que en ella sostenía golpeara la mesa de cristal. Produjo un golpe seco, que asustó al pobre abuelo, quien dormía plácidamente al fondo de la habitación donde me encontraba. Por suerte, la mesa estaba cubierta por un mantel, un precioso mantel que mi propia madre había adornado con un estampado florido y chillón. Sin embargo, yo odiaba ese mantel y todo lo que éste representaba. —Tienes que comer, Amanda —le decía a mi hermana pequeña. Bueno, de pequeña tenía poco, simplemente quiero decir que era menor que yo. Ella ya tenía dieciséis años, pero a veces tenía esos momentos infantiles que me sacaban de quicio. Aun así, la comprendía perfectamente. Llevaba sin apenas comer más de dos meses y no podía culparla por ello, pero si seguía así enfermaría. Como mamá... —¡Me niego!  Esta vez fue el plato lo que salió despedido, con comida y todo. El suelo tenía nueva decoración y mi abuelo

Me lo prometiste

—Papá, ¿ves esa nube de allí? —dijo una voz de niña algo chillona. Su dueña tenía una bonita y brillante cabellera rubia y unos ojos tan azules como el cielo al que señalaba con sus pequeños dedos. El aire se colaba entre su vestido blanco y revolvía vilmente el lazo de su pelo, como si quisiera arrastrarlo allí a lo lejos, hacia ninguna parte. Y, efectivamente, aquella cinta, del mismo color que la sangre más roja, inició su baile con la brisa, una danza malévola que encontraba su fin en un suelo arenoso, de flores marchitas y hormigas trabajadoras bajo la luz de un sol que, a esas alturas, ya no calentaba. Es más, lo único cálido que bañaba en ese preciso instante a la chiquilla eran las lágrimas que se derramaban por sus mejillas sonrosadas. El cielo de sus ojos lloraba y aquellas formas de algodón que aguardaban en la bóveda celeste cada vez tenían menos paciencia, también querían llorar con ella. —Papá, me lo dijiste. Me dijiste que hoy nos pasaríamos la tarde mirando formas