Me lo prometiste
—Papá, ¿ves esa nube de allí? —dijo una voz de niña algo chillona. Su dueña tenía una bonita y brillante cabellera rubia y unos ojos tan azules como el cielo al que señalaba con sus pequeños dedos.
El aire se colaba entre su vestido blanco y revolvía vilmente el lazo de su pelo, como si quisiera arrastrarlo allí a lo lejos, hacia ninguna parte. Y, efectivamente, aquella cinta, del mismo color que la sangre más roja, inició su baile con la brisa, una danza malévola que encontraba su fin en un suelo arenoso, de flores marchitas y hormigas trabajadoras bajo la luz de un sol que, a esas alturas, ya no calentaba. Es más, lo único cálido que bañaba en ese preciso instante a la chiquilla eran las lágrimas que se derramaban por sus mejillas sonrosadas. El cielo de sus ojos lloraba y aquellas formas de algodón que aguardaban en la bóveda celeste cada vez tenían menos paciencia, también querían llorar con ella.
—Papá, me lo dijiste. Me dijiste que hoy nos pasaríamos la tarde mirando formas en las nubes, creando historias sin sentido, riendo hasta que nos doliera la tripa y comiendo chucherías. Me lo prometiste... Y tú has querido romper la promesa. Has querido abandonarme. Te parecerá bonito... Pero te lo perdono porque te quiero.
Puso una mueca desenfadada mientras arrojaba un ramo de margaritas, que ella misma había estado recogiendo por la mañana, sobre aquella fría lápida de color gris a la par que se creaban dos ríos nuevos al borde de sus párpados inferiores, pero una inmensa sonrisa se formaba en sus labios.
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