La faim
—No tengo hambre.
Tras decir aquello, su mano descendió demasiado brusca, haciendo que la cuchara que en ella sostenía golpeara la mesa de cristal. Produjo un golpe seco, que asustó al pobre abuelo, quien dormía plácidamente al fondo de la habitación donde me encontraba. Por suerte, la mesa estaba cubierta por un mantel, un precioso mantel que mi propia madre había adornado con un estampado florido y chillón. Sin embargo, yo odiaba ese mantel y todo lo que éste representaba.
—Tienes que comer, Amanda —le decía a mi hermana pequeña. Bueno, de pequeña tenía poco, simplemente quiero decir que era menor que yo. Ella ya tenía dieciséis años, pero a veces tenía esos momentos infantiles que me sacaban de quicio. Aun así, la comprendía perfectamente. Llevaba sin apenas comer más de dos meses y no podía culparla por ello, pero si seguía así enfermaría. Como mamá...
—¡Me niego!
Esta vez fue el plato lo que salió despedido, con comida y todo. El suelo tenía nueva decoración y mi abuelo parecía dormir de nuevo. Qué bien. Y seguramente me tocaría recogerlo a mí también, claro. Ya me estaba hartando de todo aquello.
Agarré a mi hermana por el brazo y la miré a los ojos, furiosa:
—¿Es que no te das cuenta? ¡Eres tonta! No eches por tierra el sacrificio que ha hecho mamá por nosotras.
—¿Sacrificio? ¡Que no se hubiera drogado! Ahora no tendría que estar en esa mierda de clínica de desintoxicación —respondió con odio.
Ya no pude más. Lo juro. Lo siento. Lo sentí y lo siento, pero tuve que pegarle un bofetón en plena mejilla. Nuestro abuelo parecía no inmutarse, debía de estar en la fase REM del sueño o algo por el estilo. O eso o se hacía el dormido para no tener que meterse en medio. Amanda me miró, algo sorprendida y con una mano sobre el sitio donde la había pegado. No obstante, pareció reaccionar. Menos mal, porque yo ya estaba desesperada.
—Lo... Lo siento, tienes razón. Iré a recoger esto.
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