Quiéreme bajo un manzano

–Aquella tarde el cielo estaba nublado, muy nublado, y nosotros no teníamos paraguas, ¿sabes? –acompañó esa frase de una leve risa que acabó en tos. Carraspeó y antes de proseguir con la historia se subió las gafas por el puente de la nariz hasta colocarlas de nuevo en su sitio–. No me río porque me haga gracia el hecho de que no tuviéramos con qué protegernos si se ponía a diluviar de repente, sino porque recuerdo todo aquello de una manera feliz, por extraño que parezca.
»Nos habíamos perdido en el bosque y ya estaba anocheciendo. Ella me cogió las manos y yo la abracé. De repente, me cayeron unas cuantas gotas encima, por lo que levanté la mirada hacia el cielo, pero no era allí donde llovía, sino en sus ojos. Me sabía mal que estuviera llorando, pero de alguna manera así se liberaría de toda la tristeza que le consumía en aquellos momentos y lo único que podía hacer yo era abrazarla.
»“¿No estás feliz porque estemos aquí los dos juntos?”, le dije evitando mirar directamente a la humedad que resbalaba de sus ojos. Su respuesta fue seguir llorando como si no hubiera un mañana, pero sin que ello nos separara. Al contrario, nos unió incluso más. Y mientras ella lloraba yo observaba los manzanos que formaban aquel bosque en el que nos hallábamos perdidos y libres a la vez. Libres porque allí no había reglas que seguir ni a quien obedecer; perdidos no solo porque no encontrábamos el camino, sino porque yo no sabía cómo consolarla y ella estaba sumergida en su tristeza. Incluso me siento perdido ahora al recordar todo esto y no encontrar la forma de olvidarlo y seguir adelante. La echo demasiado de menos y eso que han pasado años desde aquello. Las manzanas me recuerdan cuánto la quería.

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