Usurpadores de vida

Lucía estaba sentada en un banco que había en mitad de aquel jardín de girasoles. El color amarillo era tan intenso que no le dejaba pensar en azul. Llevaba una mochila negra, de un tamaño más pequeño que su pulmón derecho, en la que guardaba el tabaco y el mechero y poco más. Se la quitó de los hombros, la puso en su regazo y la abrió para darse un respiro llenándose de humo.
Sebastián llegaba tarde. Otra vez. Lucía miró el reloj, diminuto y marrón, en su muñeca izquierda. Ya llevaba una hora y veinticuatro minutos esperándolo. Dio una calada, y dos y tres. Miró a los girasoles y trató de contarlos. Había más de uno, y dos y tres centenares de aquellas flores tan rebosantes de vida. Su alegría contrastaba de una forma melancólica y absurda con el cadáver del corazón de Lucía.
Se cogió con fuerza uno de los lados del vestido azul oscuro que llevaba. Era gasa, semitransparente, veraniego, demasiado bonito. Estúpidamente bonito. Quería romper la tela. El cigarro, entre los dedos de su mano izquierda, ya era el sexto que se fumaba estando allí. Sabía que sus pulmones eran negros, pero no tanto como el pozo emocional en el que se hallaba.
—Perdona. —Era Sebastián. Ella pegó un bote. Se asustó, no se lo esperaba—. Mi padre me pidió ayuda con una cosa y no pude venir antes. ¿Qué te pasa?
La miró, intentando averiguar qué se escondía tras sus ojos marrones, tras su pelo cobrizo, tras su piel rosácea y brillante. No logró verlo. Tenía los ojos casi cerrados por el sol cegador: unas rendijas verdes que examinaban a Lucía.
—¡Joder, Sebas! —Se llevó una mano al corazón. Le latía como si se hubiera tirado de un acantilado hacia un océano enfadado—. Nada, no me pasa nada.
Usó un tono muy concreto para indicarle a Sebastián que mentía, que sí le pasaba algo, pero que él tenía que preguntar.
—Lucía... —dijo él en tono de reprimenda.
Ella cogió aire y lo soltó de una manera muy exagerada, como si llevara siglos aguantando para poder expulsarlo. Volvió a agarrarse el vestido con fuerza. Tenía las uñas mordidas por los nervios. Bajó la mirada al suelo.
—No sé. —Se encogió de hombros—. No me pasa nada y me pasa todo... Quería verte, sin más. —Seguía mirando al suelo y su tono era muy serio—. Más bien lo necesitaba.
Él cogió la mano con la que ella se agarraba el vestido y se la sacudió para que le mirara. Lucía tenía los ojos húmedos, como si le hubieran soplado en ellos, como si estuviera a punto de llorar.
—Cállate y sal de estos girasoles. Parece que dan energía, pero solo te la quitan y la proyectan hacia fuera. No son más que usurpadores de vida. Vámonos de aquí.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El fuelle

¿Qué es para ti la vida?

El libro más increíble que he leído