Breaking Bad

El traqueteo del tren indicaba que la velocidad disminuía según aquellos árboles se acercaban a nosotros. O nosotros nos acercábamos a los árboles, no sé. El corazón me palpitaba a un ritmo totalmente inverso al de aquel recorrido que estaba a punto de terminar. La garganta me pedía agua a gritos y yo ni siquiera oía un pequeño susurro. Mis manos buscaban tontamente algo a lo que agarrarme. Necesitaba aire.

—Disculpe... —oí decir, creo que a mí.

Apartaba a la gente a empujones, necesitaba llegar a algún sitio. Todavía no sabía a dónde. Debilidad extrema era lo que estaba experimentando y, mientras, arrastraba las uñas por aquellas paredes, por aquel vagón.

—¿Dónde estamos? —escuché de nuevo. Era yo. ¿Era yo?

No podía ser otra persona. Estaba sola en aquel sitio. 

Giré tantas veces la cabeza hacia un lado y hacia el otro que no sé cómo no acabé mareada. Ah, sí, porque ya lo estaba.

—¿Hay alguien ahí? —Pensaba que nunca diría esa frase. Sé de buena tinta que no se debe decir eso.
Que luego vienen los monstruos, los fantasmas y el asesino tras la cortina de la ducha. Que luego vienen las pesadillas, los remordimientos, las recaídas, las obsesiones, las torturas a una misma.
El tren se había parado hacía muchos años ya. La gente se había marchado hacía siete primaveras. Y los árboles estaban muertos. Las paredes me habían destrozado las uñas y tenía moratones en las piernas.
Yo era el monstruo, el fantasma y el asesino tras la cortina de la ducha a la vez. Yo era la falta de sueño y la autodestrucción.