El fabricante de mariposas

Todo en aquella habitación era de madera. Incluso las bombillas.

La magia que se respiraba allí tenía un color entre amarillo y rosa, pasando por el naranja, y con chispas verdes, azules y moradas aquí y allá. Un rojo que se transformaba en granate en las esquinas y un negro que se peleaba con el blanco por el gris. Y la nada.

La nada era lo que más espacio ocupaba, aparte de la música.




Una mariposa bailaba en el centro de la escena, acaparando la atención de los muebles y de la Luna. Vueltas y vueltas y vueltas dejaban caer suspiros de su boca como si de suaves plumas albas descendiendo a cámara lenta hasta el suelo se tratase. Parecía una bailarina de ballet de esas que hacen ver que no hay esfuerzo, de esas que te mueven lo de dentro y te hacen abrir los ojos y gritar "oh" o susurrarlo muy bajito, muy para ti.

El viejo carpintero se rascó su calva cabeza por donde aún le quedaba algo de pelo canoso, tan blanco como la nieve (tan fría como su corazón), y se subió las gafas por el puente de la nariz con ayuda de su mano derecha mientras que con la izquierda sujetaba la cajita de cedro que guardaba sus secretos.

Pues aquella mariposa inerte era lo que tenía más vida entre esas cuatro paredes.

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