Los versos me miran mal al pasar porque ya no los recito

Ojalá supiera qué es lo que estás haciendo a cada instante porque no paro de arañar las paredes pensando que lo que acaricio es tu piel y tengo todas las uñas llenas de yeso y de pintura azul.
Y nadie dijo que la vida fuera fácil, pero tampoco que fuera algo tan complicado como esto.

Y es entonces cuando me fijo en lo que tengo entre las manos, aparte de suciedad: ese diario en el que escribíamos todos nuestros sueños imposibles y donde me dibujabas desnuda y a medio vestir. Ese diario al que le faltan todas las páginas que le arrancaste de raíz a aquel árbol semimuerto y avergonzado. Porque los árboles sienten vergüenza de todo aquello que les rodea, pero más si ese algo somos nosotros.

No merecemos todo esto que nos está pasando, nos merecemos cosas peores, dolor de verdad, negro en los pulmones. Queremos morir con sabor a sal entre las pestañas y sin sangre y humo en el paladar, solamente colgando de una cuerda en el abismo de la equivocación inexorable e irreversible.

Pero el tiempo no quiere regalarnos ni siquiera eso, que eso de tener alma de hule y de tinta de calamar, no. Que otra cosa vale, pero que esa ya está cogida y no queda para nosotros. Que hemos llegado tarde a nuestra propia muerte y no hay vuelta atrás.

Llegados a este punto solo podemos llorar poesía o trozos de cristal mientras que yo te suplico. "Dame de comer clavos y tierra", te suplico. Te suplico. Te suplico muy suave, muy bajo te suplico. Dame de comer clavos y tierra porque es lo único que ya no duele.

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