Rutinas
Me acabo de acordar de que nunca me ha importado herir sensibilidades. Y es por eso que quiero contaros algo.
Sé que me arriesgo a que corra de boca en boca como si de un chismorreo de la vecina del quinto se tratase.
Bueno, bien mirado, yo soy esa vecina del quinto y, sí, soy yo quien va a iniciar todo esto.
Nuestro protagonista está sentado enfrente de mí. Yo solo le observo, no hago nada malo.
(A menos que comerse un sándwich de atún se considere algo malo porque odio el atún, pero no quedaban de otra cosa).
Y bien, muriéndome del asco, observo, aún con más asco, al señor que tengo delante.
Su pelo, lleno de mierda, le cae en mechones oscuros y pastosos a ambos lados de la cara y sus ojos, con la esclerótica amarillenta, parece que se le van a salir de la cara en cualquier momento. Los tiene muy abiertos y me da cosa mirarlos por si mi expresión facial imita la suya y no quiero que piense que me sorprende o que me da miedo, solo que me da asco.
Tampoco es que yo me aleje mucho de dar asco porque soy de esas personas a las que les gusta masticar con la boca abierta y que se me vea bien la comida triturada que tengo dentro de ella. Y no es por nada, es que eso de cerrar la boca es algo que nunca me han ordenado hacer y, claro, a estas alturas adquirir ciertas costumbres cuesta. Y más si eres alguien como yo.
Le sigo mirando fijamente mientras me como mi sándwich. A ver cuándo se percata de que hay alguien que sí le mira, que hay alguien más que sabe su secreto.
Y es que todos los días aparece este señor en ese banco (o no desaparece de ahí) con algo sobre sus piernas. Con el cuerpo sin vida de una mujer.
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