Te llamo porque te echo de menos

Cogí el teléfono para llamarle. Marqué el número y apreté el botón verde, que era como si me empujaran por un barranco.
Dio un tono y me lo cogió.
—Te llamo porque te echo de menos —le dije, casi susurrando.
La llamada se cortó.
Ni siquiera le había oído respirar, pero prefería pensar que lo seguía haciendo.
Volví a intentarlo.
Un tono y me lo cogió.
—Solo quiero saber si sigues respirando —le dije, tratando de ocultar mi angustia.
Exhaló un suspiro y me colgó.
Seguía respirando, así que yo también.
Me puse a mirar por la ventanilla del tren. Aquel día había empezado con un cielo gris horrible, lleno de nubes oscuras que lo cubrían todo. En ese instante, había un sol tan espléndido que no pude observar el paisaje durante más de dos segundos seguidos.
Volví a llamar.
Un tono y me lo cogió.
—Aquí hace sol —le dije—. ¿Allí hace buen tiempo?
A través del teléfono, se oyeron unos pasos y el sonido de una ventana abriéndose. Lluvia fuerte y un trueno. 
Y me colgó.
Allí llovía, y era yo la que me ahogaba,
Me miré las uñas, tan mordidas como el corazón. Tan negras como la pena. Tan rotas como su voz.
Volví a llamar.
Un tono y me lo cogió.
—¿Cómo de roto estás? —pregunté, terminando la frase casi sin fuerzas.
Se oyó un gran estruendo, como si veinte platos cayeran juntos, de golpe, contra el suelo. Seguramente, también se habían roto las baldosas.
Me colgó.
Intenté respirar, pero solo me salía a medias: yo también estaba rota.
—Su billete, por favor —me dijo una chica joven, de unos veintitantos, con el uniforme de Cercanías Renfe.
Le tendí mi tarjeta de transportes, con esa foto tan espantosa que él me había ayudado a hacerme.
—Gracias —me dijo la chica.
Y yo volví a mirar por la ventana para matar el tiempo hasta mi llegada a la estación.

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