#5 Niebla

Aquella noche fuimos al lago como quien oye a las sirenas y va corriendo hacia el mar. Las dos cosas son agua, pero son totalmente distintas. En las dos te puedes ahogar, pero un lago, al menos, siempre es más pequeño, y eso te da una impresión falsa de seguridad. La red bajo los trapecistas en el circo o el arnés de seguridad mientras escalas no son nada comparados con lo que tú sientes al entrar al puto lago.

Ni las piedras del fondo ni los peces que quieren comerse la piel muerta de tus pies te frenarán a la hora de meterte en el agua. Ni siquiera el frío ni la niebla. Ni siquiera que aquella vecina que conocía todo el mundo, de repente, un día se ahogara en aquellas aguas en las que tú te ibas a bañar. Ni siquiera eso te iba a parar. Estabas convencida.

Primero, tenías la costumbre de introducir el dedo gordo del pie derecho como si fuera un termómetro de mercurio. Marcaba tres grados y yo me moría de frío solamente de escucharte. Las cangrejeras rosas con purpurina brillaban en mis pies como las estrellas brillaban en el cielo cada noche. Y, al igual que muchas de ellas estaban muertas ya hacía eones, tú me mirabas con una seguridad que hasta el mismísimo Diablo te habría seguido a las profundidades. Pero ni Lucifer ni ningún otro lucero estaban allí para acompañarte esa noche. Solo yo. Solamente yo. Siempre estaba yo.

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